segunda-feira, 2 de julho de 2012

La huella del unicornio


La Habana que conocí, medio siglo después de la Revolución, es la capital de un país de machos y hembras, un lugar que huele a puros, donde el verde desborda. Una ciudad tan calurosa y húmeda que ahora entiendo los olores agrios que describe Pedro Juan Gutiérrez. Camino por sus calles y tengo que mirar adonde piso, mientras pasan por mí wawas, uniformes, gente bonita. En cualquier esquina, veo hombres jugando al dominó (los pequeños juegan al baseball) y, en cada balcón, ropas colgadas secando al sol. Cines en la calle y farmacias a la antigua, edificios y coches estacionados en los años 60. Sus héroes nunca olvidados, y la gente que “habla o come fruta”. Oigo salsa desde algún rincón, y me decepciona su arte, bello pero muy comercial. Los niños pueden sorprenderse al ver por primera vez a un extranjero, uno de estos que vienen desde mucho más allá del Malecón. Y falta helado en la heladería porque la fábrica no abre los domingos, pero la diferencia entre ricos y pobres es mucho más imperceptible que aquella entre CUC y moneda nacional. Con su español más nasal y de consonantes que casi no se escuchan, con su sonrisa mansa (blanco sobre negro como el arroz congrí), Cuba, conseguimos entendernos.

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