La Habana que conocí, medio siglo después de
la Revolución, es la capital de un país de machos y hembras, un lugar que huele
a puros, donde el verde desborda. Una ciudad tan calurosa y húmeda que ahora
entiendo los olores agrios que describe Pedro Juan Gutiérrez. Camino por sus
calles y tengo que mirar adonde piso, mientras pasan por mí wawas, uniformes, gente bonita. En cualquier
esquina, veo hombres jugando al dominó (los pequeños juegan al baseball) y, en cada balcón, ropas
colgadas secando al sol. Cines en la calle y farmacias a la antigua, edificios
y coches estacionados en los años 60. Sus héroes nunca olvidados, y la gente que
“habla o come fruta”. Oigo salsa desde algún rincón, y me decepciona su
arte, bello pero muy comercial. Los niños pueden sorprenderse al ver por primera vez a un extranjero, uno de estos que vienen desde mucho más allá del Malecón. Y
falta helado en la heladería porque la fábrica no abre los domingos, pero la
diferencia entre ricos y pobres es mucho más imperceptible que aquella entre
CUC y moneda nacional. Con su español más nasal y de consonantes que casi no se
escuchan, con su sonrisa mansa (blanco sobre negro como el arroz congrí), Cuba,
conseguimos entendernos.
Há 4 dias
senti muito... obrigada :)
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